BLA BLA

martes, 4 de septiembre de 2012




“Aquí ya no hay nadie”, dijo por última vez. Siguió por un sendero tardío en el espacio con criaturas de diversas formas y reflejos,  que dormían sin pestañar, y sucedían solo con las añoranzas más profundas de aquella soledad que la invadían hasta lo más profundo.
Mientras avanzaba, dejaba su reloj gris-azulenco de números que por lógica se podían deducir,  y que en tiempos incómodos, Ryan se lo había obsequiado. No necesitaba sus horas, no necesitaba dependencias, sino dejarse tomar por la naturaleza que la llevaba a sus exasperantes convicciones.

Estela produjo la mirada al escenario donde su cuerpo la estaba metiendo, no había luminosidad, no había árboles ni caminos de tierra, no había personas ni casas vecinas, tal como ella quería, así, y de esta forma, volvía a caer en sus memorias. Sus ropas floreadas y abundantes, hechas por el modelo señorial de su madre, y ahogadas en sus recuerdos, terminaron por impedir que se moviera, obligándola a dejar de respirar, y dejándola a expensas del tacto y el mar.

“Vida, la vida misma sin cara”, susurraban sus lágrimas bañadas de coral. “No hay vuelta atrás, Ryan”, sentía cuando cerraba sus ojos.  Apartaba sus sesenta y cinco lejos de la masa, del aguante y de la adaptación,  estuvo siempre lista, sin embargo, un oleaje tosco le prohibía seguir en su realidad. De pronto, sentía su cuerpo como un bulto que era llevado por una fuerza extravagante. Estela comienza a  elevarse y es cargada al otro lado del sendero. Su rostro cobraba respiración y sus ropas pesaban el doble, apenas abría los ojos, y notaba que es halada hacia la orilla. No era más que William, el perro anciano de Ryan, que siempre estuvo a disposición de su amo y Estela. Aquel can dejaba a la mujer acostada en medio de la arena, mientras que ella pensaba en las insistencias absurdas de su marido, quien que le exigía permanecer por todos esos años de convivencia.

“Ryan, miserable,” pronunciaba su voz húmeda, y miraba al can como a un delincuente. Se sentía fracasada como nunca. Por su parte, William trataba de animarla y tironeaba de sus ropas para llevarla de regreso a la prisión de Estela, aquella jaula en que vio por última vez el amor de su marido.

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