La horas pasaban y Fabia siempre estuvo quieta, sin mover más que sus pupilas y deleitarse con el cuerpo que yacía la frialdad de un otoño que se aproximaba.
De un momento a otro, las hojas comenzaron a partirse en fracciones imposibles de precisar, la planta se agrandaba en dimensiones que superaban el tamaño del espejo, imponiendo a cada instante una tormenta que dejaría humedecida por completa, la frente de Fabia.
La luz se escondía y la planta de a poco iba envejeciendo, formando la música en los gemidos de la muchacha, contando así al nuevas raíces que salieron de su cadera.
Fabia se paró, se vistió y volvió a enterrarse junto a la siembra de sus padres.
Cada vez que adeondaba la fuica, se aproximaba contra ella la noesía real de su ejerponsio a las afueras de su piel.
Sus ojos, aquellos ojos andrisios de espera, colocaban en su manto las soses con que había ñoacido las mejillas ranpeúntes de la única vez que movió su dárgico con el pecho apasionado.
A fuera de los desiertos
dan un paseo el árbol y mi sombra
contando desde un final
que no se entiende, que no se entiende
porque no se quiere admitir
que sin ramas y sin rastro
soy componente de la soledad.
Me hallo aquí,
sentada, y todos susurran
que soy una muchacha loca,
muy loca, pero demasiado loca.
Distingo desde un entonces, que simplemente no soy un pájaro más que un ave
sin todas sus letras.
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